En la naturaleza, las feromonas de una hembra en celo que se propagan en el aire son capaces de hacer que un macho camine o corra grandes distancias, deje de comer y el mundo le importe un soberano rábano, con tal de llegar a la cita amorosa que prometen esas sustancias despedidas a partir de los flujos vaginales, los folículos pilosos o la piel.
De la misma manera, las feromonas emitidas por un macho adulto pueden provocar cambios en los ciclos reproductivos de las hembras. Acelerar, por ejemplo, el momento en que se debe presentar la receptividad sexual o intensificar el deseo de mantenerse cerca de ese galán potencial.
Vaya poder de estas sustancias olfativas… Tanto, que los fabricantes de perfumes han soñado con que sean parte de los ingredientes de sus fragancias. Nada más imagina lo exitosa que sería, al menos a primera vista, una esencia que, usada por una muchacha, provocara que los hombres se acercaran como las abejas a la miel. Aunque siendo equitativos, tampoco sería despreciable una loción masculina que atrajera cantidades enormes de chicas.
Seguro que habría muchos hombres y mujeres que serían capaces de “vender el alma al diablo” con tal de conseguir siquiera un frasco pequeño del afrodisíaco bálsamo. ¿No sería una maravilla que, tras la aplicación de una o dos gotas en cuello y pecho, uno se transformara en el ser más irresistible para las personas del sexo opuesto?
En una rápida consulta informal entre conocidos —nada que ver con una investigación en forma—, encontramos que de muchísimos jóvenes de ambos sexos sólo a dos no les pareció sensacional, sino que quedaron horrorizados con la sola idea. Eran un hombre y una mujer. Algo incomprensible, ¿no?
¿Cómo rechazar una poción o perfume que para la seducción no implicara ningún esfuerzo adicional más que esperar a que hombres o mujeres, según el caso, comenzaran a percibir nuestro arrollador aroma cargado de mensajes atrayentes?
Ramon Cordero
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